Por Oswaldo Mendoza
Oct 29, 2024
Era una noche como cualquier otra en mis jornadas de servicio de renta de camioneta con chofer. Los pasajeros, como de costumbre, dormían profundamente mientras yo mantenía la vista fija en la carretera, concentrado en la conducción. Excepto por uno de ellos: un joven que, aparentemente más curioso o quizá menos cansado, decidió sentarse en el asiento del copiloto para hacerme compañía. Charlamos tranquilamente mientras avanzábamos por la oscura carretera, la conversación fluía sin esfuerzo hasta que, alrededor de las 3:30 o 4:00 de la madrugada, algo extraño sucedió.
A lo lejos, unos 200 metros por delante, vimos la silueta de una persona caminando sola por la carretera. En ese instante, la plática se detuvo. El ambiente dentro de la camioneta se volvió pesado, como si algo en el aire hubiera cambiado. Nos quedamos en un incómodo silencio, observando cómo esa figura se acercaba a nuestro vehículo.
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Mientras nos acercábamos, la figura humana comenzó a agacharse, su postura retorciéndose de una manera antinatural. A medida que avanzábamos, lo que antes era claramente una persona comenzó a perder su forma... ya no era un hombre. Cuando finalmente pasamos a su lado, lo que vimos nos dejó helados: en lugar de un hombre, ahora había un perro. No a más de metro y medio de distancia de nosotros, un perro que había surgido de la nada.
Mi copiloto y yo nos miramos con incredulidad, nuestros ojos reflejando el mismo terror. “¿Lo viste?”, nos preguntamos casi al mismo tiempo, con la voz entrecortada. Él, decidido a comprobar que no estábamos imaginando lo mismo, bajó el vidrio para asomarse por el retrovisor. No había rastro del hombre. Sólo aquel perro que nos observaba desde la oscuridad. Mi corazón latía con fuerza, el silencio ahora se había vuelto ensordecedor. Sin dudarlo, pisé el acelerador.
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El miedo comenzaba a apoderarse de mí, pero traté de mantener la calma. No podíamos dejar de pensar en lo que habíamos presenciado. ¿Cómo era posible? Ambos habíamos visto a un hombre, un ser humano, transformarse en un perro, justo a las tres de la mañana. La hora del diablo, según dicen. Y lo más inquietante de todo era el lugar: la carretera que lleva a las grutas de Tolantongo, un sitio que muchos locales consideran sagrado y cargado de energías misteriosas.
Aceleré lo más que pude, con la vista fija en la carretera y el estómago hecho un nudo. A pesar de la velocidad, sentíamos que algo, o alguien, nos seguía. Como si esa criatura estuviera corriendo a nuestro lado, vigilando. Los minutos se hicieron eternos, pero finalmente llegamos a nuestro destino.
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El joven y yo no hablamos más durante lo que restaba del viaje. Al llegar, se bajó con una expresión que no olvidaré jamás, y sin decir una palabra, me dio la mano antes de alejarse. Nunca supe si lo que vimos fue real o si la fatiga nos había jugado una mala pasada. Pero aquella noche, en ese tramo de carretera rumbo a Tolantongo, sentí que algo, algo más allá de nuestra comprensión, nos había observado.
Y desde entonces, cada vez que paso por esa carretera a altas horas de la noche, veo hacia el horizonte con un nudo en el estómago, esperando no volver a ver esa silueta caminando, esperando que el hombre-perro no vuelva a cruzarse en mi camino… o en el de algún otro conductor.
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